Bueno, pues estamos en casa desde hace cinco días. Cinco INTENSOS días en los que hemos tenido de todo. Afortunadamente, solo una rabieta gorda. Pero es que fue tan grande, que hasta el vecino pasó a preguntar si iba todo bien.
Ayer y hoy D. ha estado muy tranquilo. Y es que llevamos dos días sin saltarnos los horarios y respetando las rutinas. Las visitas han sido fuera de casa y nunca de más de una hora y pico. Aunque hay diversidad de opiniones a mi alrededor, yo insisto en que el hecho de que D. sepa lo que va a pasar a continuación le da seguridad.
Aún pregunta, en alguna ocasión, si vamos a coger otro avión. Y eso que la experiencia le encantó. Ver los aviones en el cielo está bien. Verlos desde la sala de embarque es genial. Pero tener la oportunidad de subir en uno por la escalera exterior en lugar de hacerlo por la pasarela, no tiene precio. Sin embargo, a pesar de ser un momento inolvidable de su vida, los aviones implican cambio. Y D. no quiere seguir cambiando. Ha llegado a casa y todavía no está seguro de que este lugar sea el definitivo. Después de vivir en el orfanato y pasar un mes en un hotel, ¿quién le garantiza que nuestra casa no es solo una parada más?
A esto es a lo que me refiero. A la seguridad que yo considero que ha de tener. Debe saber (y digo "debe saber" no "debe DE saber", que la diferencia es importante) que aquí nos vamos a quedar. Que SU casa es, al menos durante un tiempo, SU santuario. Es en el único lugar en el que no necesita ir de la mano de nadie. Sube y baja las escaleras sin problemas, entra y sale de las habitaciones solo, abre y cierra puertas y cajones con total tranquilidad... Todo lo que está fuera de estas paredes, aunque conocido, no es su territorio. Y le gusta salir de casa, que conste. Y a veces hasta es complicado conseguir que vuelva a entrar. Pero en el interior no hay miedos ni temores. Sabe quiénes son sus abuelos, tíos y vecinos/amigos y está encantado con ellos. Pero como nos pasa a los adultos, lo poco agrada y lo mucho desagrada. Acabamos de llegar, tenemos toda la vida por delante, ¿tan importantes y tan necesarias son las visitas estos primeros días? ¿Es que no se me entiende cuando pido que las cosas vayan poco a poco?
Que nadie me malinterprete. Por supuesto que la familia es importante pero ¿quién es su familia en este momento? Tan solo su padre y su madre. Es duro decirlo, sin embargo me apuesto el cuello (y sé que no lo pierdo) por una cosa: si mañana alguien viniera y se lo llevara a otra familia maravillosa, D. pasaría unos días malos pero se acostumbraría y los querría muchísimo en un futuro. Igual que se acostumbró al orfanato y quería a sus cuidadoras por encima de todo. ¿Por qué? Pues porque el vínculo con nosotros aún no está hecho. Nos quiere y nos da abrazos y besos a cada segundo, pero el apego no se hace en un día. El apego se cuece a fuego lento y necesita mucho tiempo de reposo. Y para que este se cree, ha de haber tranquilidad y rutina. Y seguridad y calma. Y tiempo para pasar malos y buenos momentos. Y días enteros para salir y volver al hogar.
Y no estamos hablando de un bebé. Estamos hablando de un niño de cinco años que razona, que tiene preguntas y que busca respuestas. Que difiere y protesta y busca límites. Y no por recibir más visitas de unas personas u otras las va a querer más o menos. Sin embargo, que las visitas interfieran en su rutina sí repercute en el tiempo invertido para afianzar su seguridad y confianza, para entender que su casa es el lugar en el que puede estar tranquilo, sin interrupciones. Y cuando este primer paso TAN IMPORTANTE se haya dado por completo, entonces y solo entonces, los cambios podrán empezar a tener lugar. De la misma manera que una casa no se construye por el tejado, la estabilidad de un niño no comienza a formarse en la calle ni con gente "de fuera".
Llegados a este punto de mi reflexión, la siguiente pregunta es: independientemente de que muchas de las cosas que digo son de sentido común y no hace falta un máster para entenderlas, ¿tan difícil es comprender que mi experiencia con niños es un grado? Llevo exactamente la mitad de mi vida trabajando con peques. Si a estas alturas no he aprendido nada, mejor cuelgo la bata y me dedico a otra cosa.
Ya no pido que se respete mi persona. Pido que se respete mi casa y a mi hijo. Pido que se me permita decidir cuándo y dónde verlo. Pido que se me pregunte sobre lo que se quiere hacer con él. Pido que se entiendan (y si no se entienden ya me da igual) y se acepten mis opiniones. Y pido que no se me discuta.
Hago un llamamiento a la comprensión, y lo hago por el bien común: me conozco y sé de qué manera soy capaz de perder los papeles cuando mi paciencia se acaba. Y se termina cuando me canso de hablar y de razonar.
A estas alturas diréis: "si solo llevas cinco días en casa". Pues imaginad qué cinco días. Temo que todo lo que consiga entre semana (y no me refiero a esta primera semana, sino a las que están por venir) se vaya al traste con la llegada del viernes.
El resto de las entradas me darán o me quitarán la razón. Y nunca he deseado con más fuerza poder decir "estaba equivocada".