Un buen amigo mío siempre dice que nuestras vidas se rigen por la Teoría de la Noria: unas veces estás en lo más alto y, otras, en lo más bajo. Y la vida gira y gira y sigues subiendo y sigues bajando.
El problema es que no podemos controlar la velocidad a la que esto ocurre. Cuando estamos arriba deseamos que el tiempo transcurra lento, que nos deje disfrutar de la alegría y de las ventajas de estar relajados disfrutando de las maravillosas vistas que tenemos desde las alturas, saboreando cada pequeño o gran momento experimentado. Sin embargo, cuando nos encontramos casi rozando el suelo, rogamos para que todo vaya más deprisa y las penas se evaporen, la angustia desaparezca y nuestra "mala suerte" nos abandone. Nos levantamos cada día queriendo empujar la noria con nuestras manos, como si así pudiéramos hacerla girar, sin ser conscientes de que las cosas ocurren en el momento justo.
Sí, quizás nosotros podamos ayudar a que se ponga en funcionamiento una vez más, comprando una ficha para un nuevo viaje y aprovechando el envite del viento para asomar la cabeza por la puerta de la cabina y llenar nuestros pulmones de aire fresco, intentando inhalar el maravilloso aroma del algodón dulce que se vende en el puesto de al lado de nuestra feria particular, obteniendo, así, una efímera ilusión de que la vida tampoco se ve tan mal teniendo los pies en el suelo.
Sin embargo, cuando la música cesa, la gente se va, los puestos cierran y nos rodea el silencio y la soledad, nos damos cuenta de que nuestro feriante también se ha ido a dormir y la noria no girará de nuevo, a saber en cuánto tiempo, y la frustración aparece otra vez y volvemos a desear tener la fuerza suficiente para subir nuestra cabina a lo más alto, aunque sea sobre nuestros propios hombros.
Y así, indefinidamente, subimos y bajamos, subimos y bajamos y subimos y bajamos de nuevo sin saber dónde nos detendremos.
Nuestra noria comenzó a girar de nuevo en septiembre del año pasado cuando nos dieron la idoneidad para Brasil. Estábamos muy alto, arriba del todo, reconociendo solo el verde y el amarillo, con matices azules y blancos que nos recordaban una y otra vez que Brasil nos esperaba a ritmo de Samba.
Mas Brasil temblaba, se retorcía de dolor y lloraba, arrastrándonos con él y descendiendo juntos en la noria. Llegamos al final del recorrido y tuvimos que bajarnos. Esa no era nuestra cabina. Guardamos las fichas que nos quedaban, cerramos la maleta de la ilusión y la escondimos bajo tierra. Brasil no podía acoger nuestra solicitud.
Fueron días duros, de esos en los que deseaba ocupar el puesto del feriante y decidir dónde y cuándo nos pararíamos: tocando el cielo, eso seguro. Pero al final la realidad se impone y la sensatez llama a la puerta. Abrir y dejarla entrar en casa fue un acierto: encontramos otra ficha y decidimos darle una oportunidad.
Nuestra ficha se llama Vietnam. Toca, por tanto, cambiar la cabecera del blog una vez más.
En una próxima entrada... quizás.
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