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domingo, 27 de octubre de 2013

Cuatro meses después.




Ayer hizo cuatro meses que abrazamos a nuestro hijo por primera vez. Y, sin embargo, parece que llevamos juntos toda la vida. 

Echo la vista atrás... Parece increíble, pero me cuesta recordar los malos momentos vividos. Soy consciente de todos los pasos que hemos tenido que dar hasta llegar a D., de las emociones que sentí cada vez que lográbamos subir un peldaño de más, de mirar los que quedaban por delante y no ver nunca el final de la escalera. De las lágrimas derramadas cuando me fui quedando sin batería, cuando me veía cada vez más lejos de él, a pesar del "todo llega" y los ánimos de los que me rodeaban. Sé que caí en un oscuro pozo y que hubo momentos en los que no me importaba estar allí...

Pero ya no me ahogo al rememorar. Al contrario: si bien guardo esos días en la memoria, mi corazón no reproduce los sentimientos. Mi alma los ha borrado y los ha sustituido por todos los que llegaron después, comenzando con la llamada de Bienestar Social. Justo cuando había tirado la toalla por completo. 

Recuerdo haber llamado a la Ecai tan solo un mes antes de la asignación, y haberle dicho a Pilar que no podía más, que me bajaba del barco. "Aguanta un poco, Laura. Con todo lo que lleváis esperando, ¿cómo lo vas a dejar ahora?" Ella ya lo sabía. 

Me convenció y acordamos fijar como fecha tope el mes de junio.

Junio... quién me iba a decir dónde estaría en junio...

Y así, el 7 de marzo supimos de su existencia. Estos son los recuerdos que ahora anidan en mi memoria. Los que hacen que fluyan las lágrimas de alegría al revivir todos y cada uno de los sentimientos que, desde aquel día, comenzaron a formar parte de mi vida. 

Suena a tópico pero, de verdad, no me lo podía creer. No hacía más que llorar y llorar y llorar y hablar con todo el mundo y mandar y recibir mensajes. Y acabé el día sin saber a ciencia cierta si era un nuevo episodio de mi vida o si al día siguiente, con la alarma del despertador, amanecería otra vez sin noticias de nada. 

Hoy tengo la sensación de haber vivido un siglo desde entonces. 

Como he dicho antes, he olvidado los negros sentimientos porque tengo cientos maravillosos que atesorar. 

Soy una persona de rutinas. Ni me gustaban ni me disgustaban. Simplemente las necesitaba porque me transmiten estabilidad. En ellas soy capaz de encontrar calma. Pero jamás pensé que llegaría a adorarlas. El hecho de que cada mañana, según pongo los pies en el suelo, sepa que voy a recibir un "good morning, mami", es motivo suficiente para que me confiese una enamorada de ellas: la rutina del buenos días, la rutina del desayuno juntos, la rutina del viaje al cole, la rutina del viaje a casa, la rutina de comer juntos, la rutina de jugar... La rutina, en fin, de la vida con D.

Me encanta redescubrir el mundo a través de sus ojos. No recordaba que algo tan simple como unas sábanas de invierno pudieran resultar tan fantásticas. Ni que unos grumos de cola-cao en la leche pudieran deprimir tanto. O que convertir el agua de la cisterna en agua azul con las famosas pastillitas fuera algo imprescindible de contar en el cole. Recoger fresas cada mañana del jardín puede llegar a hacerse tan necesario que, si te vas a clase sin haberlo hecho, se convierte en tu primer objetivo al volver a casa (no sé qué vamos a hacer cuando llegue el invierno. Habrá que recolectar otra cosa). ¿Y qué me decís del placer de pellizcar el pan un rato antes de comer, cuando crees que nadie te ha visto? ¡Euforia total! Eso, por no hablar del subidón que se experimenta al estrenar unas zapatillas con las que estás hipermegaconvencido de que vas a correr más que nadie...



¿Quién no se ha comido las palomitas como si se le fuera la vida en ello?


Supongo que todas las madres dirán que sus hijos son maravillosos. Eso no quiere decir que no seamos capaces de ver los lados (no diré negativos, es una palabra muy fea) menos positivos de nuestros príncipes y princesas. Es, simplemente, que nuestra vida es fantástica por el simple hecho de que ellos llegaron. Y esto fue lo que dije en el seguimiento cuando me preguntaron: "¿Cómo es D.?" "Maravilloso". 

Una vez que esto ha quedado claro, una puede describir a su hijo: su carácter, sus manías, sus prontos, sus gustos, sus locuras... Pero "maravilloso" es lo primero. Y no quiero decir que no hayamos tenido momentos duros, que D. tiene carácter para regalar a diestro y siniestro. Es de personalidad fuerte y marcada. Tiene todo muy claro y uno no consigue que se quede convencido de nada a la primera de cambio (por cierto, las rabietas ya no existen, pero los tira y afloja... puf!). Sin embargo, es maravilloso. Y punto.

Cuatro meses ya... Uff!

Cuatro meses en los que he llegado a una única conclusión: mi hijo es el rey Midas. Cada cosa que toca la convierte en oro, porque él es oro puro. D. ha incrementado el valor de mi vida hasta tal punto que me ha hecho rica. Rica en experiencias, rica en alegría, rica en amor, rica en ilusión, rica en risas y sonrisas (que falta me hacían), rica en esperanza, rica en besos, abrazos y caricias. Aunque también rica en cansancio, miedo, dolor y pesar por cada una de sus lágrimas de tristeza. Pero bienvenido sea esto último si tengo lo primero para contrarrestar. ¡Soy rica! ¿Qué más puedo pedir? 

Y no necesito nada adicional. Estamos los tres juntos y todo lo demás me sobra ya. 



1 comentario:

María J. dijo...

Ay Laura que bonito lo que cuentas, como comparto lo que dices y cuantas cosas que hace tu niño las veo en los míos,.... como nos ha cambiado la vida de golpe.

Las risas de los niños lo llenan Todo.

Un besazo,
María J.